UN CUMPLE DISTINTO....



Se acerca una fecha importante un año más de vida, un motivo por el cual los que más quiero y aprecio se acordaran del amigo que quizá nunca les fallo, o tal vez sí. Al fin y al cabo un amigo es un amigo no?

Pero, la pregunta del cumple será ¿Cuántos traerán la clásica torta? Otra vez tendré que soportar el dichoso cantico tradicional en ingles y castellano…

Hace poco leí algo realmente maravilloso, un artículo que hoy pongo frente a sus pantallas para que se maten de risa y se pregunten lo mismo que el pobre Beto Ortiz se anda interrogando, espero que les guste y se acuerden de mi cumple jajá…

ESA ESTÚPIDA CANCION ¡¡¡¡

Acabo de cumplir 38 años y no estoy dispuesto a tolerarlo más. Me veo en la obligación de preguntárselo al mundo de una vez por todas: ¿Hasta cuándo churchill me van a seguir cantando el pelotudo happy birthday? ¿Ah?, ¿hasta cuándo?, ¿hasta cuándo tendré que soportar ese sistemático, macabro, sadomasoquista ritual de humillación extrema? ¿No les parece mortificación suficiente el ir llenándose inexorablemente de pecas y de canas hasta en los lugares más inhóspitos y agrestes?

Por lo que Dios más quiera, tengan un poco de consideración con este inminente anciano. ¿Acaso no se han dado cuenta de lo absolutamente babosos que nos vemos todos -sin excepción- cuando lo cantamos? Si me dieran la alternativa, escogería un callejón oscuro, un cargamontón, un apanado de cumpleaños pero happy birthday... nooo, motherfuckers, nooo.

¿Hace falta que lo explique?, ¿a quién se le ocurre una celebración que consiste en avergonzar delante de todos al presunto agasajado? Nunca sé qué cara poner cada vez que la entusiasta de turno me vuelve a acorralar con la condenada tortita en ristre, mientras el fuego tembleque de las velas ilumina siniestramente las miradas ebrias, las risas torvas y las caras mofletudas.

Mientras los miro, mientras los oigo cantar -y, por regla general, desafinan horrible porque parecería que, en el fondo, esa es la idea- mientras los miro -decía- paralizado de pavor, me pregunto en silencio, sin dejar ni un solo instante de rezar a mi ángel de la guarda: ¿Qué indecible mal habré causado en esta vida y en las anteriores para ser ahora merecedor de este suplicio miserable? Pero sobre todo, mientras los oigo repetir hasta la náusea, happy birthday, happy birthday, me pregunto: ¿por qué cuernos me están cantando en inglés si aquí, en el Cerro San Cosme, lo que se habla es castellano?

Quizás la respuesta sea que la versión en español es más idiota todavía: Cumpleaños feliz, te deseamos a ti. A ver, machuquen pausa, aguanta ahí: ¿cómo que te deseamos a ti? Si es TE deseamos no es a mi, ni a él, ni a ella, ni a ellos, ni a nosotros, ni a vosotros, ¿verdad? Si TE deseamos, obviamente es a TI, estúpido. O sea, no es a mí a quien desean, qué raro, es a ti.

Bon appetit. Pero sigamos, chicos, sigamos canturreando esta bonita canción para retardados: ¡Cumpleaños felices, te deseamos a ti! ¿Felices? O sea, primero era cumpleaños feliz, ahora es cumpleaños felices. Denme tiempo, quiero entender, soy bruto, (pero de buen cuerpo) y quiero entender así que denme tiempo.

A ver: cumpleaños felices. O sea, ¿cuántos cumpleaños estamos celebrando acá?, ¿y si es uno solo, entonces significa que es un cumpleaño?, ¿quiénes están felices?, ¿los años, los cumpleaños, los dueños del santo, los invitados?, ¿cumpleaños es singular o plural? ¿Y el "que los cumplas felices" dónde me lo dejan? Ahora que lo pienso no es tan mala idea, yo tengo derecho a ser felices.

Cual si la agonía arriba descrita no fuera ya un brutal atropello a los derechos del hombre y del ciudadano, lo que viene después es aun más ruin. Cuando la infausta, interminable cantadita ñe-ñe-ñé ya parece aproximarse a su final, es menester, por supuesto, apagar las velas que, mal rayo nos parta, serán, claro, de aquellas que, una vez sopladas, se vuelven a encender, gracias al gentil auspicio del infalible chonguerito de rigor.

Es, por supuesto, faltaba más, el clímax, el momento culminante de la velada: hay que extinguir el pequeño incendio de un solo soplido con la clásica actitud canchera del chiquiviejo indomeñable. Antes de que lo hagas -es seguro- no faltará la pánfila que, alborozada, gozosa, beatífica, exclamará: «¡Un deseo, un deseo!» ni tampoco el huevas tristes que, como en todos los santos a los que lo llevaron vestido de taradito en su puta vida, graznará: «¡Sapo verde tuyú, apio verde tuyú!», para redondear la faena vociferando: «¡Ya no sopla, ya no sopla!», de modo tal que sus no pocos semejantes puedan, a su vez, reírse y aplaudirse a sí mismos mientras se ríen como es tan característico en ciertos primates criados en cautiverio.

Una vez que hayas logrado apagarlas todas con la mano, mojándote -expeditivo- los dedos con babas, serás aclamado, unánimemente y con gran estruendo. Te ovacionarán, cual si fueran los asalariados miembros de tu propia portátil. Serás vitoreado como si acabaras de meter un gol, o de lograr un triple mortal o de cerrar un gran discurso de campaña. ¿Y que has logrado? Un soplido. Tiene tanto sentido como aplaudir un pedo.

Y seguro que te tomarán cerros de fotos para recordarlo. Difícilmente voy a olvidar que, allá por el ochenta, cuando volver a tener elecciones presidenciales era una genuina novedad, se gestó, en el seno de mi familia, una aguerrida -y algo disparatada- célula belaundista que no titubeó en sacar provecho hasta del menor descuido para ejercer el proselitismo más desembozado.

En aquellos días -recuerdo- después de los happy birthdays se aplaudía siempre en forma de disciplinadas maquinitas: ¡ac-ción-po-pu-lar, ac-ción-po-pu-lar! Qué papelón, caballero. Apostaría a que ni entre los parientes de Martha Chávez se ha llegado nunca a esos extremos.

Pero no prendan las luces todavía que se van a perder el fin de fiesta que es igual de descerebrado: "¡Queremos que partan la torta!, ¡queremos que partan la torta!" (sírvanse cantar con la no menos zopenca tonadita de "Porque es un buen compañero"), "¡queremos que partan la tortaaaa... si no, no nos vamos de aquí!".

Me parece que hay que ser muy, pero muy muerto de hambre para irse a meter a casa ajena a exigir, en mancha, que se nos sirva de tragar a grito pelado y de ese modo tan ordinario, máxime tratándose de una ciudad distinguida como esta en la que las buenas costumbres nos han enseñado que el hecho de que haya una torta en el centro de la mesa no significa necesariamente que la vayan a partir.

No hay derecho a poner en compromiso a los anfitriones que la habrán adquirido con tanto sacrificio, calculando que les dure para la lonchera de los chicos de una semana, por lo menos. No hay derecho por más que creamos que es muy alegre y divertido el decírselos cantando mientras, matonescamente, dejamos en el aire la amenaza soterrada de tomar su vivienda y a ellos, de rehenes si no se cumple con nuestras abusivas exigencias.

Pero hay dos cosas más deprimentes aun que el clásico happy birthday de fiestecita: el happy birthday por teléfono y el happy birthday de restaurante. Piense por un instante en el pobre chico del cumplemenos, o para ser aun más criollitos: del santoyo.

Póngase en su lugar y pregúntese: ¿será realmente simpático llamarlo -de larga distancia- para cantarle al oído, por enésima vez, esta canción tan huevona considerando: 1) que ya se la sabe, 2) que está repodrido de escucharla y que, 3) encima, se la vas a cantar tú que ni siquiera cantas bien?, ¿será original?, ¿será entrañable?, ¿será placentero? Y, lo más importante: ¿será chistoso? Respóndase: ni cagando.

A un amigo nunca se le hace eso. Si amaneció muy cantarín o cantarina, vaya y cómprese el equipo de karaoke más pacharaco que encuentre en Hiraoka y arránquese con Puerto Montt a todo lo que da, pero deje tranquilo el teléfono, ¿estamos? No se canta por teléfono. Nunca. Y, bueno, ahora le toca al japi verde de restaurante. Acabáramos. Ese es el peor de todos y, como no podía ser de otra manera, este año, maldita sea, me tocó.

Llega un momento en la vida de las personas -vamos a ver si me dejo entender, amigo lector- llega un momento -digo- en que lo único que quieres en tu cumpleaños es olvidarte por completo de que cumples más años. No pides más. Fue en ese ánimo precisamente que decidí esta vez mandarme a mudar a Atlantic City sin sospechar ni por un instante de lo que se trataba: un pueblito paupérrimo de New Jersey infestado de casinos rococós de alfombras moradas, esculturas de dioses griegos en pan de oro y alamedas techadas con cielo artificial que parecen haber brotado del cerebro de Chibolín bajo los efectos del fármaco de diseño conocido como crystal-meth.

Los buenos amiguitos que -con la mejor de las intenciones- me llevaron ilusionados hasta este páramo de pesadilla en el que todo invita al suicidio, me invitaron, espléndidos ellos, a cenar a un restaurante más bien apacible que prometía permitirnos el sencillo privilegio de llevar tan monse fiesta en paz.

La cháchara y el vino fluían con placidez y casi estaba comenzando a pasarla bien cuando, de pronto, hizo su ingreso atronador la aterradora banda de las obesas celulíticas. No sé cuántas eran. Lo que sí sé es que nunca había visto tanto bofe junto y en movimiento.

No sé si serían las cocineras pero venían vestidas de porristas, y en cuestión de segundos armaron un estrépito infernal (iban armadas de matracas, soplapitos y tapas de olla). Obligaron a toda la clientela a ponerse de pie. Alegría, alegría. Y a ver, everybody con las palmas. La suerte estaba echada.

Algún traidor me había delatado y ahora venían, zangoloteando los mondongos, a por mí. La más flácida de todas se me abalanzó y ciñó, juguetona, en mi cabeza una cretina coronita de cartón. Apuesto a que no adivinan lo que se pusieron a cantar

NO SE PUDO



Como estudiante de ciencias de la comunicación tuve un gran reto o tal vez mi primera gran experiencia que fue entrevistar al periodista Angel Paez, director de la unidad de investigación del diario La República.

Junto a mi grupo enrumbamos hacia el punto de encuentro, un poco nerviosos pero con las ansias de aprender de alguien que de hecho nos daría mucho por cultivar en esta carrera tan amplia y complicada, llegamos mucho antes de lo indicado esperamos y esperamos pero él nunca llego.

Tuvimos una segunda oportunidad, ya no con la misma actitud nuevamente regresamos y paso quizá lo mismo, que no estaba que si pero no tenía tiempo y lo que más “incomodo” fue cuando nos dijeron: SI DESEAN ESPERENLO, O SI NO SAQUEN CITA PARA OTRO DIA, ¿otro día? O es que simplemente no quiso atendernos, porque solo era cuestión de salir un momento y respondernos, entendemos la labor de un periodista dicen que tienen hora de entrada mas no de salida y todo lo demás pero no se pudo cumplir nuestro cometido, nos dio ganas de meternos a la fuerza por las escalera ya que habíamos escuchado que se encontraba en el tercer piso, fácil y lo hacía pero el mala gracia de recepción ya había marcado, solo nos quedo salir por la cochera con frio y sin nada en el estomago y sin ninguna nota que publicar o que presentar.

No por esta mala pasada nos vamos a rendir tendremos más retos, esto nos hace más fuertes y más persistentes para una nueva ocasión, mi grupo lo sabe y nos sentimos capaces de realizarlo.